La casa estaba silenciosa. La noche aún más. No se oían siquiera el cantar de los grillos o el soplido del viento que invadía por las ventanas.
Incluso el exterior parecía como si el Padre Tiempo se hubiera olvidado de volver a presionar start.
Pronto, dentro, en la habitación el silencio dejó de ser tal. Pues habías empezado con tu sendero de besos, con la degustación de mi piel. Algo parecía haberte aburrido. Quizás, simplemente fue la mejor manera que hallaste para romper con aquel silencio.
Quizás, simplemente habías entrado en mi mente y robado algunas ideas.
Tus labios acariciaron mi piel de una manera tan suave y delicada que si no supiera que eras tú y tu espíritu aventurero, hubiera asegurado que se trataban de aleteos de mariposas. Mariposas llenas de promesas y anhelos. Que daban tan poquito que dejaban con gusto de más.
Y de algún modo lo supiste.
Tus besos habían dejado de ser tiernos. Ahora eran apasionados. Entregándolo casi todo. Realizando un bosquejo detallado de cuánto más eras capaz de dar. Me aferré a ti como si fueras la salvación en momentos finales. Como el último paracaídas en un avión que caía en picada.
Mis manos inútilmente intentaron abarcar todo tu cuerpo, con premura. Con necesidad. Con especial atención en tu triangular espalda desnuda, cuyos músculos se marcaban en ondulación por la penumbra, iluminándolos sólo la tenue luz de las velas. Pero resultaban tan pequeñas. Insuficientes.
Gemí frustrada.
Descendías y ascendías en aquella ruta imaginaria trazada por tus labios, como si te faltaran bocas para poder besar. Como quien pasea una y otra vez por un sitio que le gusta. Mi piel en tu paladar era vainilla dulce. La tuya en el mío, chocolate negro.
Chocolate del que nunca tenía bastante.
Fuiste deshojándome como si yo fuera un regalo que hubieras esperado mucho tiempo, con parsimonia y a la vez fiereza. Mientras tanto y al mismo tiempo, yo deshacía tus ropas lanzándolas fuera de nuestra burbuja. También había esperado mucho por un obsequio como tú.
Tentaste mis barreras. Me prometiste el cielo, me dejaste acariciarlo con las manos para luego quitármelo y haciéndome desearlo aún más. Para de nuevo tentarme. E iniciar una y otra vez ese pequeño juego que parecía llenarte. Que dejaba que te colmaras de mis suspiros y súplicas que parecían divertirte.
Tu boca invadió la mía y en el entrecruzar de nuestras lenguas y el resoplido de nuestras respiraciones, ambos experimentamos el fuego de la pasión, naciendo allí donde tu piel hacía contacto con la mía, invadiendo y consumiéndolo todo a su paso cual incendio.
Y te ubicaste sobre mí deliciosamente, presionando tu cadera contra la mía, aplastándome sobre el mullido colchón, abrazándome como si yo fuera tu todo. Haciéndome saber que, en ese momento, tú estabas experimentando lo mismo que yo.
Tu centro presionó el mío, activando nervios y suprimiendo pensamientos y tus labios entretenidos en mi cuello como si se tratara de la más divertida de tus travesuras.
Mi piel parecía que fuera a estallar por cada poro, con cada una de las caricias de tus grandes manos curiosas. Vagabundas. Sabias. Me sentía tan pequeña a tu lado. Pequeña y protegida.
Amada y deseada.
Era tan sencillo amarte de este modo, amor, sabiendo que pocas veces podemos ser sólo tú y yo, nosotros mismos. Ambos indefensos e igual de expuestos, desnudos no sólo en cuerpo, sino también en alma y corazón.
Tú bien sabes que yo no te haría daño. Yo bien sé que jamás me lastimarías.
No ahora, amándonos. Ni después con el mejor de los cansancios. El que deja el habernos entregado por completo.-
Sí que es un buen cansancio...aunque casi todos dejan buena sensación si te has cansado con motivo :)
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