Esta Cenicienta ya ha pasado por noches increíbles y por eternas tardes de tristeza. Esta Cenicienta ha amado al Príncipe azul y al vagabundo pensando que ese podía ser su cuento de hadas. Esta Cenicienta ha reído con chistes malos y ha llorado por razones que estaban más allá de ella.
Esta Cenicienta ha caído y ha llenado de lodo su mágico vestido. Pero esta Cenicienta se levantó y lanzó sus zapatos de cristal bien lejos para correr en libertad.
Para ser, finalmente, feliz. Por el tiempo que dure.

viernes, 23 de septiembre de 2011

Countdown - Parte 06


San Francisco 

El avión bajo mi asiento comenzó el descenso y todo mi interior se revolucionó. O bien porque sabía que estaba en San Francisco una vez más o por el simple aterrizaje. 
O por ambas cosas. Cuando se sufre de enfermedades como la mía, lo que a una persona sólo le provocaría náuseas, a mí me desmayaría. 
Ajusté el pañuelo a mi cabeza, tomé mi equipaje de mano y me ubiqué tras la cola de pasajeros que esperaban desembarcar, con Alyssa pisándome los talones. 
Sentir el aire húmedo californiano me trajo recuerdos de la infancia. Algunos muy felices, la mayoría. Otros, más escasos, los más tristes y dolorosos hasta la médula, hasta el centro mismo de mi enfermedad. Recordé a mamá y a papá, cuando éramos familia. 
Agité mi cabeza, no quería ponerme a llorar en ese momento, había mucho que recorrer y poco tiempo… cada vez menos. 
Alyssa me sonrió cuando tocamos tierra, insuflándome valor. Me cruzó su brazo por el hombro y caminamos lentamente en busca de un taxi. 
Lo primero que hice al llegar al hotel fue tomar mi medicación. Lo segundo, darme un baño y lo tercero, descansar por un par de horas. 
Eso era lo peor de la leucemia, no que cada minuto me destruyera desde adentro, desde la mismísima sangre, sino el cansancio. Las fuerzas flaqueaban, la respiración se me agitaba cuando caminaba por un trecho demasiado largo y aún quedaba mucho por hacer. Y temía que no pudiera hacer todo lo que quisiera. 
A la mañana siguiente, Aly y yo hicimos una visita al cementerio, a las tumbas de mis padres. 
Allí derramé varias lágrimas, sólo al principio. Sentía que los necesitaba, que ellos serían un sostén muy importante en momentos como esos. Pero, al mismo tiempo, sabía que pronto me reuniría con ellos, que ya no sufriría y que volveríamos a ser la familia que siempre habíamos sido. La leucemia era sólo un precio a pagar para dejar el cuerpo aquí y convertirme en algo etéreo que se reencontrara que con sus seres queridos. 
Luego sentí alivio, alivio porque ellos no estuvieran allí para sufrir conmigo como ahora lo hacía Aly. No soportaría ver más gente sufrir por mi culpa. Más gente renunciando a sus vidas por lo que quedaba de la mía. 

Pasé días buscando información sobre el arquitecto Damien Acker. Fue difícil hallarla pues yo misma me había encargado de que no me topara con nada suyo cuando me fuera. Había olvidado números, direcciones e indicaciones. Leí guías telefónicas y periódicos en busca de alguna señal, cualquier cosa que me diera una pista de donde poder encontrarlo. 
Pero nada me dio una respuesta favorable. 


Experiencia 

Alyssa no estaba de acuerdo. Para variar. Pero en mi lista de “cosas por hacer antes de morir” ésta era una de las que encabezaban: buceo. 
En particular, no le encontraba nada peligroso. Lo peor que podía pasarme era quedarme sin oxígeno en el tubo mientras estuviera bajo agua. Lo que significaba que corría el mismo riesgo que cualquier otra persona que buceara en las claras aguas californianas. 
―Piensa que es una especie de último deseo, Aly. No se le puede negar algo así a un difunto ―hablé mientras me embutía en el traje de neopreno negro. 
El color desapareció del rostro de mi amiga, tragó saliva y esquivó mi mirada observando la nada. Fue cuando supe que estaba conteniendo las lágrimas.
Me sentí culpable. A Aly no le gustaba que ya me diera por muerta. No le gustaba que habláramos de muerte, sencillamente. Yo quería que ella olvidara mi enfermedad lo suficiente como para poder disfrutar ambas de mis últimas semanas. Vamos, que no quería que mi mejor amiga comenzara a llorar tan pronto. 
Sin embargo, existían esas ocasiones donde las palabras salían de mi boca justo antes de que pudiera bloquearlas en mi intento de hacer como si nada pasara, como queriendo reducir el problema. Me estaba engañando a mí misma. Y en esa verborragia, la que más sufría era Alyssa. 
Salí del vestuario ya vestida acorde al deporte que practicaría. Tenía una gran sonrisa en mi rostro pues cumpliría uno de mis sueños posibles, nadar con los peces. 
―Ten cuidado, Jean ―murmuró Aly desde el muelle. Ya me encontraba sentada en el bote que me llevaría un poco más adentro del mar. 
―No te preocupes, Aly, estaré bien ―afirmé ―. Rupert me cuidará ¿verdad? ―miré a mi instructor, un hombre apuesto de piel bronceada, ojos castaños y pelo negro ensortijado que daba la impresión de estar eternamente húmedo. 
Aly observó con fijeza a Rupert, a lo que él respondió con una blanca y enorme sonrisa, que marcaron dos hoyuelos a cada lado de su boca. 
―No se preocupe, señorita, su amiga está en buenas manos ―dijo con seguridad el moreno a mi lado clavándole la mirada a Alyssa. 
Vi cómo ella desvió la mirada, incómoda por tal escrutinio. 
Agité la mano hacia Alyssa a modo de despedida mientras el bote arrancaba su motor. La embarcación se movió bajo mis muslos suavemente llevándonos unos cien metros en dirección contraria a la orilla. 
El viento húmedo característico de los últimos días del verano agitó los delgados mechones que se habían salido de mi gorro de natación y acarició mis mejillas como deleitándose de mi extraña suavidad. 
Una vez llegados al punto exacto, ya detenidos, Rupert me dio las últimas indicaciones, cómo debía colocarme para zambullirme y qué debía hacer en el remoto caso de que tuviera inconvenientes mientras estuviera bajo el agua. 
Me calcé las patas de rana en los pies y el visor en los ojos, mordí la boquilla por donde tomaría el oxígeno y, de espaldas al mar, me lancé al agua tomada de la mano de Rupert. 
El instructor me guió en todo momento. Ni bien abrí mis ojos una vez sumergida y recuperada del susto inicial, descubrí un mundo nuevo. Uno donde reinaba la paz, donde todo era colores, movimiento y vida. Los peces, pequeños, grandes, azules, verdes, rosas y rojos, hermosos y extraños nos rozaban los cuerpos como si estuvieran saludándonos, dándonos la bienvenida. 
Las algas parecían la cabellera del lecho y se balanceaban apaciblemente con la marea, misma marea que hacía masajes a nuestros cuerpos. Los haces de luz se colaban como si el mar estuviera agujereado, haciendo aún más irreal toda la escena. 
Un cardumen de peces plateados se dirigía ordenado a varios metros delante de nosotros, formando una extraña alineación. Al percatarse de nuestra presencia, la formación se abrió dándonos el paso. Un par de peces pequeños chocaron contra mi cuerpo haciéndome cosquillas. 
Quise atrapar alguno, acariciar a los más grandes pero ni uno ni lo otro pude hacer. 
Perdí la noción del tiempo allí abajo. Hubiera jurado que habían pasado sólo cinco minutos cuando Rupert tiró de mi mano para señalarme que era hora de regresar a la superficie. Con un gesto de cabeza asentí y juntos nadamos de vuelta al bote. Finalizando la experiencia más hermosa de mi vida. En el muelle, Alyssa me abrazó con tanta fuerza que podía imaginar cuán nerviosa había estado mientras yo reía bajo el mar.



Imagen de Ardeidae y Silver Guild en Deviantart

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