Esta Cenicienta ya ha pasado por noches increíbles y por eternas tardes de tristeza. Esta Cenicienta ha amado al Príncipe azul y al vagabundo pensando que ese podía ser su cuento de hadas. Esta Cenicienta ha reído con chistes malos y ha llorado por razones que estaban más allá de ella.
Esta Cenicienta ha caído y ha llenado de lodo su mágico vestido. Pero esta Cenicienta se levantó y lanzó sus zapatos de cristal bien lejos para correr en libertad.
Para ser, finalmente, feliz. Por el tiempo que dure.

viernes, 16 de septiembre de 2011

Countdown - Parte 02


Tiempo pasado
―Jean, ¿estás bien? ―había preguntado mi rubia amiga, una tarde de abril hacía cuatro meses. Resultaba increíble la manera en que el tiempo se deshizo tan rápidamente… 
Ambas disfrutábamos de nuestro almuerzo en una cafetería frente a The Sun, lugar de trabajo que compartíamos. Ella era editora de la columna de modas. 
No hacía calor en aquella primavera londinense, por lo que decidimos sentarnos al exterior, bajo las sombrillas blancas . El lugar estaba colmado a esa hora del mediodía. La gente disfrutaba del clima agradable, sonreía y charlaba animadamente. Nosotras, por nuestra parte, simplemente nos manteníamos en silencio. 
― ¿Jeanette? ―llamó mi atención Alyssa, dejando el tenedor a un lado de su ensalada e interrumpiendo mi entretenido juego con los trozos de papa de mi plato. 
Levanté mi vista hacia ella y me quité el mechón de pelo que se interponía en mi visión. Aly tenía los castaños ojos serios y la boca masticaba lentamente, como si a sus papilas no les gustara el sabor de la escarola. 
― ¿Sí, Alyssa? ―musité mirando mi plato, no soportaba su intenso escrutinio. Mala idea. No tenía hambre y temía que la presentación dedicada de mi comida sobre la blanca losa quedaría casi intacta. 
― ¿Te encuentras bien? ―me volvió a preguntar, fingí no entender. 
― ¿Por qué lo dices? ―inquirí jugando con la punta de mi tenedor con la costra de mi milanesa. 
―Por esto, amiga ―dijo Aly señalando mi plato. La miré a través de las pestañas ―. Y por esto ―agregó señalando mi brazo derecho. 
No entendí a lo que se refería hasta que volví mi mirada hacia la piel que dejaba al descubierto mi sencilla camisa blanca. 
― ¡Oh! ―gemí colocando un dedo sobre el moretón―. No recuerdo habérmelo hecho ―dije más para mí que para Alyssa. 
Mi amiga suspiró. 
―Y eso no lo es todo, Jeanette ―continuó, sus ojos me traspasaron un segundo como si tuvieran rayos X y luego se nublaron con la preocupación―. Estás muy delgada ―musitó. Yo resoplé. 
―Sólo un par de kilos por debajo de mi peso, amiga ―alegué en mi defensa, restándole importancia―, he estado muy ocupada estos días con el artículo de… 
―Quiero que vayas al médico, Jeanette ―dijo seriamente interrumpiéndome. 
Solté una risita sin poder evitarlo. 
―De verdad, Aly, no creo que sea para tanto. En un fin de semana aumento esos dos kilos, ya sabes cómo soy ―pronuncié volviendo a bajar la mirada al plato frente a mí. No sentía apetito y no encontraba la manera de hacer desaparecer toda esa comida. 
Mi amiga se quedó mirándome fijamente por dos segundos, tomó un poco de escarola con su tenedor y la masticó con lentitud. Una vez más. 
―Ponlo de esta manera ―dijo entrelazando sus dedos a la altura del mentón con los codos apoyados sobre la mesa―. Ve a un doctor, hazte un control de rutina, si no tienes nada malo sabrás que ha sido una exageración mía, pero al menos podré estar tranquila… por favor. 
Respiré hondo. Hasta entonces los médicos, por más respetable que fuera la profesión, sólo se habían dedicado a darme malas noticias. La muerte de mi madre en un accidente del que yo me había salvado de milagro y la de mi padre que sufría de problemas coronarios eran prueba de ello. 
Por otra parte, la cara de Alyssa demostraba verdadera y genuina preocupación. De esas que rara vez uno es capaz de contemplar en personas que no sean de la familia. 
―Está bien, iré mañana si eso te tranquiliza un poco ―suspiré e hice el intento de comer a pesar del nudo en el estómago. 
―Es tu salud, Jean, y sabes cuánto te quiero―claro que lo sabía. Sonreí―. Ahora come ―agregó. 
Fruncí el ceño y tomé otro trozo de papa asada. 

Alyssa. Si alguien me ha ayudado en mi vida había sido ella. Amiga desde que tengo memoria. Hermana que nunca tuve desde que decidí correr hacia Londres, dejando atrás –o intentando hacerlo-, los recuerdos dolorosos de una soleada San Francisco y al mismo tiempo intentando cumplir mi sueño del libro de historias para adolescentes publicado con mi nombre: ‘Jeanette Anne Fairchild’. 
Resulta retorcido que incluso en mi lecho de muerte tuviera tanto que escribir y tan pocas fuerzas para hacerlo, tantas ideas frescas en mente y tan poco tiempo para plasmarlas. Por alguna razón las personas dicen que ‘no dejes las cosas para mañana, si puedes hacerlo hoy’… y yo ni siquiera estaba segura de sobrevivir al día siguiente. 


―Bien, señorita Fairchild ―había hablado el doctor quince días después de haber tomado muestras de mi cuerpo. 
El hombre cano de impecable bata blanca tenía un sobre beige en sus manos y una sonrisa de dentífrico en los labios. Recuerdo que creí, en un principio, que era odontólogo en lugar de médico clínico. 
El doctor Donovan –como rezaba su placa dorada sobre el escritorio- abrió el sobre con parsimonia, como si tuviera todo el día. A mi lado, estaba Alyssa naturalmente. 
La sonrisa y el rostro amable del médico se fueron desdibujando conforme sus ojos recorrían línea tras línea del escrito entre sus dedos. Incluso parecía haber perdido un poco del color de sus mejillas. 
El silencio cayó entre nosotros como pesada bruma que se extendió por tanto tiempo que pensé que el médico se había olvidado de nuestra presencia, allí, frente a sus ojos. 
Luego, simplemente aclaró su garganta. Se quitó los lentes, pasó sus manos por el rostro como si quisiera borrar un mal recuerdo, volvió a calzarse los anteojos y habló. 
―Señorita ―se dirigió a mí―, estos estudios han dado un resultado que debemos corroborar. Necesito que se realice un par de exámenes adicionales… ―dijo garabateando sobre un trozo de papel que luego me tendió― antes de confirmar las sospechas. 
Tomé el papel entre mis dedos, no entendí la desfigurada caligrafía. El doctor pareció entender mi expresión. ―Se trata de una punción lumbar y una muestra seriada de glóbulos blancos―me explicó, un escalofrío me indicó que aquello no parecía ser un paseo por una fábrica de chocolate.

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