Esta Cenicienta ya ha pasado por noches increíbles y por eternas tardes de tristeza. Esta Cenicienta ha amado al Príncipe azul y al vagabundo pensando que ese podía ser su cuento de hadas. Esta Cenicienta ha reído con chistes malos y ha llorado por razones que estaban más allá de ella.
Esta Cenicienta ha caído y ha llenado de lodo su mágico vestido. Pero esta Cenicienta se levantó y lanzó sus zapatos de cristal bien lejos para correr en libertad.
Para ser, finalmente, feliz. Por el tiempo que dure.

miércoles, 7 de diciembre de 2011

Amor clandestino [relato]


-¡¡Richard!! 
Se escuchó el resonar del grito agudo en toda la oficina. En los cubículos las conversaciones se detuvieron por todo un minuto para observar al joven en el escritorio principal, a un lado de la oficina de la jefa de edición y dueña de la exclamación. Ellos sospechaban que algo debía ir muy mal para que ella se expresara de ese modo. E incluso temían por la integridad del pobre empleado. 
Richard, sintió el escrutinio de sus compañeros de trabajo como un calor en su espalda que se apagó sólo al cerrar la puerta tras él al entrar. 
Él sabía que toda la empresa se podía comunicar a través de los teléfonos conectados entre cada escritorio. Para sus compañeros, un grito de la jefa de edición sólo podía significar que estaba en problemas. Pero él sabía que aquella era una señal en nada parecido a su idea. Y de sólo pensar lo que le esperaba sentía cosquillas en las manos. 
-Podría haberme llamado por el interno, Margaret –musitó teatralmente para los oídos de sus compañeros que aún observaban la puerta cerrándose. 
La morena mujer que pisaba los treinta y tantos le sonrió cómplice sentada en su escritorio, con las piernas cruzadas a la altura de los tobillos. Ese día se veía especialmente sensual, pues sus piernas se encontraban enfundadas en una estrechísima falda negra que le cubría los muslos hasta más abajo de las rodillas. Una camisa color canela se apretaba a su torso y los botones fuera de su ojal dejaban ver la cima de sus pechos. 
Richard sabía que esos botones no se habían zafado por sí solos.
Cruzó la oficina de dos zancadas y tomando la nuca de la mujer, encontró sus labios con los de ella en un tórrido beso. Ella se aferró a su cintura llena de necesidad. 
Sus bocas jugaron a atraparse por todo un minuto, como si nunca tuvieran suficiente de aquel juego. 
-Ya te extrañaba, cariño –susurró ella sobre sus labios en aquel minúsculo segundo en que el ángulo del beso cambiaba. 
Richard acarició la silueta de su amada con sus hábiles manos mientras contemplaba el deseo en aquellos castaños ojos. Cómo deseaba hacer desaparecer toda aquella ropa. 
Contestó a su afirmación con un beso lleno de pasión. Delineó los labios de Margaret con la punta de su lengua y la sintió estremecer entre sus brazos, mientras ella le quitaba el saco a tirones y colaba sus pequeñas y suaves manos bajo la blanca camisa, acariciando su piel. 
Él había llegado impuntual a su vida, pues ella ya pertenecía a alguien más. Ese cuerpo no era suyo más que por los pequeños instantes que ella quisiera regalarle. No eran sus manos las que la acariciaban un segundo antes de que cayera dormida. Ni eran sus labios los que le daban el último beso del día. 
Pero en ese momento nada importaba. Pues ella era inevitable, lo atraía incluso cuando él no lo deseaba. Habitaba su mente incluso cuando él había levantado una muralla alrededor de su corazón. 
Lo que había entre ellos era sencillo. Ella llamaba y él acudía dichoso. En secreto, como si él fuera el viento que se cuela en su falda. Prohibido. 
Sabía que lo perdería todo si ellos fueran descubiertos, que su cielo podría desmoronarse como por arte de magia, pero nada parecía lo suficientemente grave como para abandonar aquello que le hacía tanto bien. Nada era tan gratificante como sentir esa adrenalina cuando estaba en sus brazos, expuestos a que cualquiera, en cualquier momento los atraparan. 
Hundido en el espiral del amor, repartió besos por sus mejillas, descendiendo por su cuello. Saboreó el dulzor de su perfume detrás de sus orejas y sintió la textura de su piel encrespada bajo sus labios. 
La falda de Margaret se arrugó por sobre sus muslos cuando ella cruzó sus piernas en la cadera de Richard, atrayéndolo a ella, a su cuerpo y a su deseo. Sintió aquel abdomen trabajado del que carecía su esposo presionando sus curvas y transportándola a un nuevo lugar, más allá de la oficina. 
Ella, la reina del hielo estaba mostrando sus sentimientos al único hombre que había logrado calar hondo en su alma. Se había cansado de esperar a quien que la hiciera sentir de ese modo. Mujer. Deseada. Amada. 
La cordura volvió a ellos al darse cuenta de en qué terminarían de seguir de esas mieles y se detuvieron al mismo tiempo, mirándose a los ojos y normalizando sus respiraciones como si ambos hubieran recibido un baldazo de agua. 
-Volvamos a la realidad, Rick –murmuró Margaret rozando su nariz con la de su amado. Sabía que sus encuentros no podían durar demasiado pues la gente sospecharía. 
-Como usted diga, Margaret –afirmó él irguiéndose en toda su altura y recuperando su saco del suelo. 
Se lo volvió a calzar mientras observaba a la mujer frente a él que arreglaba sus prendas para volver a interpretar su papel de malvada. 
Se adelantó para abrirle la puerta y colocarse él también en su personaje. 
-…entonces, dile a Bob que espere, tengo cosas más importantes que hacer –dijo seriamente Margaret improvisando un diálogo. Pisando fuerte y haciendo que sus tacones resonaran por sobre los sonidos de los cubículos. 
-Hecho –aceptó Richard detrás de ella y frente a todos sus compañeros que no tenían idea del amor entre ellos. 
Clandestino y que tenía como refugio oficinas y ascensores. A escondidas de todos.-


Inspirado en la canción de Maná del mismo nombre :)

1 comentario:

  1. Muy buena la historia, atrapante, como pocas cosas que se leen por estos lares :)

    ResponderEliminar

¿Tenés algo que decir? Vamos, expresate :)