Esta Cenicienta ya ha pasado por noches increíbles y por eternas tardes de tristeza. Esta Cenicienta ha amado al Príncipe azul y al vagabundo pensando que ese podía ser su cuento de hadas. Esta Cenicienta ha reído con chistes malos y ha llorado por razones que estaban más allá de ella.
Esta Cenicienta ha caído y ha llenado de lodo su mágico vestido. Pero esta Cenicienta se levantó y lanzó sus zapatos de cristal bien lejos para correr en libertad.
Para ser, finalmente, feliz. Por el tiempo que dure.

sábado, 5 de noviembre de 2011

Frida [relato]

Frida acomodó sus compras sobre el mostrador para que el cajero pudiera cobrarle. Medio kilogramo de fresas y un pote de crema batida. 
Sus delicadas manos de uñas pintadas de rojo dejaron la bandeja de fresas del mismo color sobre la superficie metalizada. 
El joven se dedicó a apretar botones sin siquiera levantar la mirada hacia ella. Pero Frida sabía que ella no tardaría en ver el color de sus iris. No tardaría en ver sus labios curvarse hacia ella. Lo sabía. 
-Son veintinueve, ochenta y nueve –musitó con voz mustia el cajero cuyo gafete rezaba Fred. 
-Tengo treinta –habló Frida con suavidad tendiéndole los billetes. 
Sólo entonces, Fred levantó la cabeza y recorrió el cuerpo de aquella mujer frente a él, de arriba abajo y deteniéndose con especial interés en el escote de su vestido primaveral blanco con flores rosas. Le pareció bonita. De hecho, hermosa. No ostentaba grandes curvas, mas aquel vestido le sentaba perfecto. Incluso pudo percibir un pequeño trozo del encaje rosa asomando por el borde del escote. 
Se aclaró la garganta antes de tomar el dinero que aquella delicada mano de uñas rojas le tendía y cambió su expresión por una más jovial en un instante. Como quien pasa la página de un libro. Una media sonrisa dejó atrás su cansada expresión. Frida sabía qué pensaba él y le encantaba. 
El joven le tendió un par de caramelos de uva como vuelto de su compra, aun cuando resultaba más de lo que correspondía. Ella le regaló una sonrisa inocente y agitó su castaña cabellera antes de girarse a tomar su bolsa. 
-Que tenga buenos días–se despidió Fred con animosidad luego de garabatear su número de contacto en el ticket de compra. 
Frida caminó contoneando sus caderas hasta la puerta de salida a sabiendas de que el joven la continuaba observando. Sintió esa calidez recorriéndola allí donde esa mirada castaña se paseaba. Y no desapareció hasta que se encontró bastante lejos. 
Se apresuró a tomar el transporte público y allí se ganó el saludo amable de un malhumorado chofer que se había dado la oportunidad de sonreírle a aquella mujer de tan encantadoras curvas. Las tenues de su cuerpo y la tímida de su sonrisa. 
Tomó asiento a mitad de las filas seguida por las miradas de todos quienes compartían el transporte con ella. Hombres y mujeres. 
Aquel día hacía especial calor en la ciudad por lo que subió un poco la falda de su vestido dejando ver un poco más de sus kilométricas piernas de suave color crema. Sintió una mirada masculina posada allí esperando que la tela mostrara un poco más de piel. 
Ella sólo sonrió, colocó la bolsa de sus compras en su regazo y con suavidad armó un desaliñado moño con su cabello para que el viento lograra acariciar su cuello y se llevase los restos de sudor. Tomó el pequeño espejo de su bolso y se prestó a observar si su maquillaje seguía en su lugar. 
Oh, sí, estaba intacto pese al sudor. Las largas pestañas continuaban negras agrandando sus ojos del color de las almendras y sus labios mantenían ese tono durazno apetecible que le había dado esa mañana. 
Una vez más sintió la observación de los pasajeros. Se sintió perfecta. Como si ellos también dieran su opinión acerca de su maquillaje. 
Ella sabía que era capaz de llamar la atención allí donde fuera. Todos se giraban sobre sí mismos para verla pasar, ver sus largas piernas y su estrecha cintura. Todos la veían esperando que les sonriera. Soñando con que se acercara a hablarles. 
Adoraba que los hombres la desearan y que las mujeres sintieran esa necesidad de querer parecerse a ella. 
Cruzó sus piernas entre sí y vio por el rabillo del ojo cómo un hombre cuarentón se agachaba notoriamente esperando ver algo más bajo su falda. Ella miró distraída el paisaje que rodeaba su departamento. 
Pronto debió descender del vehículo y le dedicó una mirada cargada de inocencia a aquel hombre que aún la seguía a través del cristal de la ventanilla. Como si en verdad ella nunca se hubiera dado cuenta de que él se la estaba comiendo con los ojos. 
Era adicta a las miradas, le gustaba saberse hermosa. 
Recorrió los escasos metros que la separaban de su hogar, saludó a un par de vecinos y, tras un corto paseo en ascensor, entró a su departamento dejando la bolsa de sus compras sobre la mesa del comedor. Se apresuró a darse un baño. Se quitó el maquillaje y simplemente hidrató su piel y roció un poco de su perfume detrás de las orejas. 
Cambió su sensual vestido blanco por un conjunto deportivo gris y ató su cabello en una alta cola de caballo en la cima de su cabeza. 
Tomó las fresas que había comprado, las lavó bajo el chorro de agua fría, las cortó en pequeños trozos y derramó la crema sobre ellas. Haciendo caso a esa parte de ella que pedía por un postre desde muy temprano en la mañana. 
Se dispuso a esperar mientras tomaba los trozos de la cremosa fruta y escuchaba una canción cualquiera en la radio de turno. 
El timbre resonó en el departamento cinco minutos después. Eso le robó una genuina y brillante sonrisa. Una muy distinta a todas las que había regalado esa mañana. Se apresuró a abrir la puerta y se refugió en aquellos brazos que tanto amaba sin siquiera asegurarse de quién era aquel hombre. Pues su corazón lo sabía antes que su cerebro y no necesitaba confirmarlo, ella conocía de memoria ese perfume amaderado. 
Cuyo dueño estaba más allá de una simple mirada furtiva en el supermercado o en la calle. 
El dueño de esos brazos que la rodeaban con cariño la amaba por sobre su aspecto y sólo frente a él ella podía ser simplemente Frida, sin prendas que mostraran más de su cuerpo. Él no necesitaba de prendas que pudieran insinuar, porque él simplemente conocía cada milímetro de su piel. 
El dueño de esos brazos y autor de aquel tierno beso no necesitaba que ella se mostrara inalcanzable, etérea, sensual e imposible. Porque él la había alcanzado y la había sentido real. Porque ella se lo había permitido. 
Él dueño de aquel suave ‘Buenos días, cariño’ no necesitaba del maquillaje que agrandara sus bellos ojos, ni del rubor artificial en sus mejillas, no necesitaba del rojo en sus labios ni de las miradas cargadas de dobles significados. Porque sabía que ella cambiaría todas aquellas miradas que le habían regalado en todo el día por una sola de las suyas en ese momento. Una mirada llena de verdadero amor.-

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