Esta Cenicienta ya ha pasado por noches increíbles y por eternas tardes de tristeza. Esta Cenicienta ha amado al Príncipe azul y al vagabundo pensando que ese podía ser su cuento de hadas. Esta Cenicienta ha reído con chistes malos y ha llorado por razones que estaban más allá de ella.
Esta Cenicienta ha caído y ha llenado de lodo su mágico vestido. Pero esta Cenicienta se levantó y lanzó sus zapatos de cristal bien lejos para correr en libertad.
Para ser, finalmente, feliz. Por el tiempo que dure.

miércoles, 26 de enero de 2011

Relato: Norte contra sur

Otro día en el estúpido bar de tu tío. Ése no es tu trabajo ideal ni por asomo…
Ni que hubieras estudiado para limpiar mesas y encender habanos a viejos sordos.
Y por si eso fuera poco, sospechas que estuvieras desarrollando un trastorno obsesivo compulsivo. ¿O cuál sería la explicación a que hayas pasado unas dieciocho veces la misma franela húmeda por la barra casi desierta a esas alturas de la mañana?
Gruñes para ti mismo y le echas un vistazo al reloj mugriento –mugriento porque no puedes alcanzarlo a pesar de medir metro setenta- sobre el marco de la puerta de entrada. Ocho y veinte, aún faltaba un rato.
Sonríes, faltaba un rato para la única cosa buena de trabajar en ese bar de mala muerte. De sólo imaginarla te sube el calor de pies a cabeza.
—¡Zac! —llama tío Harold desde alguna parte del lugar sacándote de tu ensimismamiento —. ¡Necesito que bajes unas cajas!
Resoplas, tienes la ligera impresión de que es para lo único que fuiste contratado. No podías imaginar a toda la humanidad de tío Harold cargando cajas que apenas y estaban llenas de bolsitas de café y sobrecitos de azúcar que nadie usaba.
En la parte trasera del local estaba estacionado ese camión azul desvaído que ya conocías. Saludas amistosamente al chofer que ya conoce tu nombre, te calzas dos cajas medianas en cada brazo y lo llevas hasta el depósito cubierto de polvo.
No temías dejar el lugar solo, ni que quisieran robar los doce dólares que había en la caja. Estabas seguro de que todo el pueblo estaba al corriente de la economía del pequeño ‘Harold’s’.
—Gracias, muchacho, no sé qué hubiera hecho sin ti —exagera tío Harold, casi podías ver cómo tu sueldo disminuía en cifras.
Cada halago de tío Harold contaba como diez dólares, por lo tanto, él daba por sentado que esos diez dólares ya no los necesitabas.
—No te preocupes, tío —respondes por cortesía y para recordar cómo se oía tu voz.
Te sacudes el pelo rubio y al pasar por la cocina —y después de saludar a un cocinero demasiado ocupado haciendo nada como para responderte el saludo— te fijas en tu apariencia en el reflejo de una cuchara.
Tenías ojeras, unas muy oscuras que se veían todavía más debido a lo claro de tus ojos. Sabías que ese trabajo temporal no sería precisamente maravilloso y levantarse a las cinco de la mañana inútilmente te sabía a abuso. Sin embargo, él hacía todo por su familia, sobre todo cuando su madre se lo pedía con esa expresión de perrito abandonado que siempre calaba en ti.
Al colocarte de nuevo del otro lado de la barra te das cuenta de que ya había llegado. Sí, ella estaba allí, sentada en su lugar de siempre con las piernas cruzadas y, aunque nunca habías entendido cómo una mujer como ella desayunaba en un lugar como aquél te dispones a atenderla ignorando la marea de sensaciones que te llenaban de sólo verla.
Tomas tu libreta y tu bolígrafo y te acercas con una sonrisa. Ella ni siquiera levanta la vista cuando te colocas frente a su mesa, pero no dejas que eso te desilusione.
—Buenos días ¿Qué le puedo ofrecer? —dices con la voz más clara y grave que tienes.
En tu mente, en tu retorcida mente esta pregunta tenía más de un sentido y obviamente más de una respuesta.
—Un cappuccino —pidió la morena buscando algo en su bolso negro.
—En un segundo —susurras decepcionado aunque lo hubieras evitado.
Definitivamente, ella no pensaba lo mismo que tú en lo que respecta a lo que un joven de veinte años pudiera ofrecerle a una mujer como ella en cualquier terreno que no fuera académico.
No pensabas hablar mucho de todos modos…
Vuelves a la cocina con una sonrisa macabra en los labios, de una cachetada despiertas a Henry, quien se apresura a preparar el cappuccino de la chica. Mientras tanto, tú vuelves a tu lugar, a contemplarla como todos los días.
Ese día está más bonita, si es que eso era posible. Viste de rojo y eso te vuelve loco a tal punto de revolucionarte por dentro al completo. No recordabas sentirte así desde la última vez que habías tenido algo que ver con una chica y eso había sido… hacía ya bastante.
Ella cruza sus torneadas piernas cubiertas de negro lycra con parsimoniosa sensualidad, como si supiera de alguna manera que la estás viendo, con los codos apoyados en el mostrador que hasta minutos antes limpiabas con aburrida meticulosidad y sintiendo un calor nacer donde tu espalda termina.
Quieres gemir al verlo todo en cámara lenta, el rebote de las mechas de su pelo negro al caerle hacia delante mientras hojea una revista despreocupadamente.
Ella se humedece los labios y tú haces lo mismo por inercia, ¡cuántas cosas se te ocurren en ese instante!
Incluso puedes describir cada uno de sus detalles: la curva de su cintura acentuada ahora con aquel sweater ligero y de encendido color escarlata, como si te tentara, como si fuera una manzana pequeña y sabrosa, o quizás una fresa madura y dulce, ya quisieras tú tirar de algún hilo suelto y deshacerlo por completo; el largo exacto de sus piernas ocultas apenas por esa falda negra y enfundadas en botas de gamuza del mismo color, y el grosor preciso de sus labios entreabiertos por el interés captado…
La habías contemplado desde tu lugar desde el principio del invierno y tus vacaciones. Cada día ella acudía a ese bar a las ocho y media puntualmente, elegía la mesa junto a la ventana del frente, pedía un café y se sentaba a tomarlo con suavidad. Y sensualidad.
Darías lo que fuera por acudir y tomarla de la cintura, y besarla hasta hacerla olvidar su propio nombre. Darías lo que fuera para que supiera de tu existencia y colaborara en la extinción de aquel fuego que en realidad no quemaba pero hacía que deliraras.
Sus piernas se descruzan al tiempo que echa su cabello hacia atrás con una mano y una sonrisa enigmática tira de sus comisuras aún con la vista fija en las imágenes de su revista.
El fuego reaparece, si no fuera porque simplemente no podías ir y besarla, no llevas a cabo la menos descabellada de tus fantasías, ella no estaría tan tranquila allí, estaría susurrando tu nombre a tu oído mientras tus manos recorren su cuerpo… estaría cruzando sus tobillos en tu cintura, con las piernas rodeando tu cadera, la pequeña falda estaría arrugada…
—¡Zac! —llama Henry volviéndote sólo un poco a la realidad, la imagen de aquella morena con cuerpo de diosa aún te impide recuperar la racionalidad—. ¡El café para la mesa cuatro! —avisa y caminas arrastrando los pies hasta la cocina.
Tomas la taza y descubres que la vajilla tiembla entre tus dedos.
—Tranquilo, león —te dice el cocinero y le dedicas una mirada envenenada.
Colocas la taza sobre tu bandeja y caminas decidido esta vez hasta su mesa luego de tomar una bocanada de aire en la puerta rebatible.
Detrás del mostrador, las escenas vienen a tu mente de nuevo y el plato se desliza un poco en la bandeja. Descubres que tienes mucha imaginación. Sonríes para ti mismo.
Un paso.
‘No tiene derecho a andar con esas ropas’, piensas, pero aún así le queda tan condenadamente sensual que realizas el cálculo de cuánto tiempo tardarías en hacerlas desaparecer.
Si tan sólo pudieras demostrarle algunas cosas…
Otro paso.
Ella desliza un dedo por los labios y crees que en realidad puede verte mordiéndote el tuyo con poca disimulación.
La mente comienza a pelear con el cuerpo, uno grita ‘no lo hagas’ y te recuerda las mil doscientas razones sociales por las que no puedes cumplir tus fantasías así como si nada. Algunas cuantas involucran abogados y cárceles. Y el otro, mientras tanto, la desea con cada célula de tu cuerpo, te ruega un poco de diversión y aquel riesgo que no encuentras bajando cajas de un camión.
Un paso más.
Te aclaras la garganta suavemente al estar a su espalda, ella se gira grácilmente y clava sus ojos negros en ti, traspasándote y estremeciéndote con sólo una mirada. La mente te desaprueba, el cuerpo te ruega.
El café ya casi no tenía significado, aún así recuerdas tener un peso sobre la palma de tu mano.
—Su café, señorita… —musitas con la voz repentinamente seca dejando la frase flotar en el aire.
Ella escruta tus ojos y tú sientes arder la columna en toda su extensión, desde el cuello hacia abajo. No importaba tanto qué podría ella hallar en tu mirada.
No importaba absolutamente nada.
La mente ya gritaba afónica y el cuerpo cobraba poder.
—Moore, Amber Moore —dice ella con voz sensual, a esas alturas todo lo es, cada parpadeo causa estragos en tu ser.
—Señorita Moore —repites con una sonrisa mientras ella toma su orden de tu bandeja.
—Gracias —susurra y para tu sorpresa te devuelve la sonrisa.
—Ha sido un placer —admites con todas las intenciones posibles que en ese momento se te ocurren.
Ha ganado el norte… por ahora.

***
Escrito bastante viejo, mínimo de hace un par de años. Cuando el fotolog estaba de moda. 
Espero agrade.

>See you later.

  • Listening: "Feelin' way too damn good" by Nickelback

1 comentario:

  1. Sí, este yo lo conocía :D Y debo decir que me encanta. Qué lindo que te animaras a volver a subir tus cosas y que otra vez estemos las dos en una página al mismo tiempo xD Así te siento más cerca, que puedo leerte como antes :')

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